Por Mario Juliano (*)
La noticia de estar incluido en el listado de unas cien figuras públicas cuyas comunicaciones telefónicas estarían siendo escuchadas en forma subrepticia, me generó curiosidad.
Si bien soy una persona que por diversas circunstancias tengo esporádicas exposiciones mediáticas, no creo que mis conversaciones puedan interesar a nadie más que mis interlocutores, y a veces ni a ellos mismos.
Y tuve la curiosidad, para el hipotético caso que fuera cierto que alguna sombra oculta me escuchase, de saber en qué medida mis palabras privadas podrían tener interés público fuera de sus destinatarios.
La sociedad contemporánea ha ido diluyendo la noción de la intimidad. Todos y cada uno de nosotros contribuimos a que sea así. Nuestras vidas se encuentran expuestas en las redes sociales, donde comentamos gustos, penas y alegrías y compartimos las imágenes de nuestros familiares, para que un número indeterminados de extraños accedan a esa información.
De ahí a una escucha telefónica clandestina existe una enorme distancia, que de ninguna manera puede ser justificada. En nuestro país tenemos una lamentable tradición de intromisión en la intimidad de las personas que ha permitido el ejercicio de la violencia y la arbitrariedad.
Está muy lejos de mi ánimo victimizarme o adherir a una visión paranoica de la realidad. Pero la noticia de formar parte de una lista de posibles escuchados me llevó a un inevitable ejercicio. ¿Con quién hablé en los últimos días? ¿Qué dije? ¿Alguna de mis conversaciones pudo ser inapropiada?
Así desfilaron en mis recuerdos la recriminación al carpintero que tiene desde hace más de un año unas sillas para reparar (¿esto podrá ser entendido como una intimidación?), una conversación con mi esposa en la que discutíamos por algún tema que ya ni recuerdo (¿esto puede ser interpretado como violencia de género?), la charla con uno de mis compañeros de la ONG que integro sobre las estrategias para incidir en que no se baje la edad de punibilidad de los menores (¿esto puede ser entendido como un intento de desestabilización institucional?).
La sospecha de ser escuchados por oídos anónimos, que no sabemos a qué intereses responden nos coloca en el peor de los mundos: un mundo donde todos pasamos a ser posibles responsables de todo tipo de actos. El mundo del recelo de nuestras propias sombras.
Deseo seriamente que la denuncia realizada por la señora Hebe de Bonafini responda a una información equivocada. Deseo vivir en un país donde la privacidad de las personas solamente pueda ser quebrada por la orden de un juez competente y por razones valederas.
La forma de ser de las personas, su modo de relacionarse, los pensamientos íntimos, no pueden ser moneda de cambio de la actividad política. Las personas -y nuestra privacidad- no podemos ser utilizadas y desechadas como un objeto.
(*) Director ejecutivo de la asociación Pensamiento Penal y juez del Tribunal en lo Criminal 1 de Necochea.